Comentario
De la comida privada del rey y de su recorrido por la ciudad
Al mediodía en punto, al tocar un tambor muy grande que llaman teponaztli, junto al templo de Hoitzilopochtli, era frecuente y acostumbrado poner las mesas dentro de la cámara real, cargadas con muchos manjares. Las ponían las concubinas, que solas con algunos de la familia del rey asistían a la comida predicha. Cuando había saciado su hambre y se habían quitado las mesas, bromeaba plácidamente con un truhán cuyos dichos salados lo movían a risa, hasta que se anunciaba que ya era llegado el tiempo de la comida pública, cuyos manjares condimentaban los mayordomos, y entonces se dirigía a un cenáculo amplísimo adonde encontraba las viandas puestas sobre las mesas y a alguno de los sacerdotes que acostumbraban estar presentes a la cena, llevando carbones y dirigiendo hacia el cielo el humo del copal. Entonces tomaba algunos bocados de las angarillas más próximas y vuelto hacia los cuatro vientos, los arrojaba e inmediatamente algunos de los maestresalas repartía toda aquella comida entre los varones principales y los pobres que había en la ciudad. En cuanto concluía la cena volvía el rey a su cámara, donde permanecía hasta que tuviera que oír los negocios (lo cual sólo se hacía en ciertos días señalados) y ya cayendo la tarde salía al público. Cuando tenía que salir por la ciudad, el día anterior se anunciaba con un pregón, no a fe mía por otro motivo, sino para que pudiera hacer bien a sus súbditos y aliviara la inopia de los pobres y para que constare a todos que el rey vivía. Lo predecían más de diez mil hombres, tanto de los próceres de la ciudad, como de aquellos que venían en grupos a la ciudad regia en tiempos establecidos del año de todas las provincias del imperio. Estos marchaban en orden distantes del rey un largo intervalo. Y mientras andaba, hablaba con algún señor que le fuera muy querido y llevaba en la mano un junco marino. Nadie atravesaba la vía por reverencia al rey, aun cuando a cuantos pobres estaban presentes, les era permitido saludarle y ofrecerle pequeños presentes, por los cuales recibían la mayor parte de las veces premio opimo. Y si de casualidad o por fortuna, encontrase casas que él mismo había mandado destruir, o algunas estructuras de la ciudad ruinosas y que la deformaban, inmediatamente eran reparadas por su orden y cuando la dilación era mayor, al día siguiente ya estaban reconstruidas.